Memorias del Padre Serra, fundador de la Congregación de las Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor

Libro: Tierra de compasión
Autor: Antonio Bellella Cardiel, cmf
Editorial: Perpetuo Socorro

1860…

Pasé la mayor parte del tiempo en Francia, Inglaterra e Italia. En esos países contaba con amigos influyentes, algunos de ellos españoles o gente relacionada con España que, por razones políticas, no podían vivir apaciblemente en la patria. Todos me ayudaban y subvencionaban los planes que proponía para el desarrollo de la Iglesia en Australia. Su amistad me sirvió de mucho, si bien he sido criticado a menudo por haberme dejado arrastrar por sus ideales. 

Solo ahora, cuando estoy a punto de morir, intuyo que tales personalidades nunca volverán a ser las que guíen los destinos políticos y sociales de la tierra que les vio nacer ¡Así es la vida! También en Francia –animado por la idea de que como se decía, ningún misionero es extranjero en la patria de San Luis– me sumé a la Obra Apostólica a favor de las Misiones, que habían organizado algunas damas de la alta sociedad, y que, en muchos aspectos, no era sino un remedo de la iniciativa de la señorita Jarricot. Ni decir tiene que las limosnas recogidas fueron muy abundantes y que todas llegaron a su destino.

Cuando finalmente, el 21 de Agosto de 1862, el Santo Padre aceptó mi renuncia, lo primero que hice fue depositar en Propaganda Fide todos los fondos que había colectado para Perth y, acto seguido, expresé al papa Pío IX mi voluntad de retirarme en un monasterio francés. Él me disuadió, surgiendo la posibilidad de confiarme una diócesis, pidiéndome que regresara a España a esperar un nombramiento y asignándome –mientras tanto– una pequeña cantidad para mi digna manutención.

¡Bendita obediencia que me dejó pobre, sin oficio ni beneficio, y obligado a recurrir a la caridad fraterna! ¡Bendita impertinencia que, al llegar a Madrid, me empujó una y otra vez ante unos y otros, a insistir a tiempo y destiempo para que se llevara a cabo la restauración de mi amada Orden de San Benito! ¡Bendita esperanza que me hizo pensar que, aún a mi pesar, se me confiaría una diócesis donde poder ejercer el ministerio episcopal y servir al pueblo de Dios! ¡Bendito atrevimiento que incluso me llevó a suplicar que la Corona me asignara una pensión como obispo español dimisionario! 

Los meses pasaban y nada, nada, nada…; solo Daulia, esa flor seca que todavía hoy ostento en unas tarjetas de visita que nunca más volveré a utilizar.

Ahora entiendo que la Providencia me estaba preparando un camino diferente que, por la voluntad de Dios, no tardé demasiado en descubrir. Como suele suceder, el Señor nos espera en el recodo del camino y, cuando todas las puertas parecen cerrarse, se abre una ventana por la que entra una corriente revitalizadora. Así también me sucedió a mí y el aire que entró no fue otro que el de la caridad. ¡Dios, que a menudo me había llevado a los palacios y a las casas aristócratas de la nobleza europea, me estaba poniendo en contacto con los hombres y las mujeres más santos de la Villa y Corte, y así preparaba mi conversión a los pobres y los despreciados!

Un buen día, meditando la parábola de los invitados al banquete de bodas, me sorprendí a mí mismo con la siguiente reflexión: la diócesis de Daulia se parece a la mesa vacía de la parábola: no tiene comensales. ¿Y si salieras tú a buscarlos? Al continuar la lectura, el mandato del Señor a sus criados me dejó sin palabras: id pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y traed acá a los pobres, los mancos, los cojos y ciegos ¿Qué estaba haciendo? ¡Yo solo pensaba en mí mismo y en los honores que se me negaban, mientras el Señor me pedía que convocara a humildes y los introdujera en su gran banquete de bodas! 

Continuará…