Sí todas las puertas se les cierran…



José Eudaldo Antonio
Mayo 1810

Libro: Tierra de Compasión.  Pg.16 ss.
Autor: Antonio Bellella Cardiel, cmf.

No. No son varias personas, soy yo, solo yo, con toda la parafernalia de los nombres que me impusieron el día del Bautismo. Siguiendo la costumbre de mi tierra catalana, los padrinos insistieron en que los santos se sintieran invocados y los mortales evocados en esa criaturita que venía al mundo. Como los  ingleses, me gustaba decir,  que me nacieron un 11 de mayo de 1810, en Mataró, cerca de Barcelona, en una casa de la calle San Agustín. El Señor me concedió unos padres extraordinarios: trabajadores, honrados, luchadores y buenos cristianos. Se llamaban José Serra  y Teresa Julia. A san José y a santa Teresa ruegan sin cesar estos frailes carmelitas del desierto de las Palmas. En esto, también parece que he vuelto a mis primeros días; un signo más de que el buen Dios sabe adónde me ha conducido y reclama que me prepare para comparecer ante Él.


Huelga decir que en el hogar aprendí casi todo lo bueno que sé. Era un niño callado y apacible. Aun así, bien pronto demostré una firmeza poco común que, a veces, se deslizaba hacia la terquedad. Los míos supieron comprenderme, al tiempo que me ayudaban a crecer. Manejaron admirablemente la paciencia, el cariño y la gravedad severa, tan propia de la educación de entonces.
Mis padres siempre repitieron que mi nacimiento fue la primera alegría que recibían después de mucho tiempo. No cabe duda de que mis gemidos sonaron para ellos como un cantar festivo en medio de la guerra del francés –que así llaman en Cataluña a la lucha por la independencia tras la invasión francesa de 1808-. ¡Aquello fue terrible! No había donde agarrarse, parecía que el mundo se iba a hundir de un momento a otro: los mayores nunca habían visto tantas tropas. Los soldados bien organizados se iban armados hasta los dientes, eran crueles y miserables, querían enriquecerse y no dudaban en recurrir a la rapiña. Mi padre, comerciante, natural de Barcelona, se vio obligado a trasladarse temporalmente a Mataró. Por desgracia, no fue el único  que tuvo que tomar una decisión semejante. Familias descompuestas, muertes, huidas, hambre, sospecha, asesinato, tribulaciones, miseria y destrucción…: triste síntesis del momento en que me tocó venir en este valle de lágrimas.
Aplastado por tantas dificultades y cuando la situación de España se encauzaba al menos un poco, mis buenos padres entregaron el alma a Dios. Yo contaba con 11 años y desperté bruscamente del espejismo de la infancia. Como mi hermano mayor había marchado a hacer las Américas, mi hermana María y yo nos quedamos solos en el mundo. Nada volvió a ser igual. Recuerdo bien que en el entierro de mi padre, un pariente secó de golpe la fuente de las lágrimas, al decirme que yo era el varón de la familia y que los hombres no lloran. ¡Brusco rito de iniciación en la madurez y conclusión esperaba de una infancia marcada por el dolor de la destrucción! Yo no lo sabía pero ahora veo que Dios me estaba formando un corazón compasivo, curtido en el sufrimiento e incapaz de quedarse indiferente ante el dolor ajeno. Lo cierto es que, en aquel momento, las circunstancias me endurecieron y con esa seriedad consecuente, tan propia de los niños, asumí de lleno la carga de ser la cabeza de familia.
Antes de seguir adelante debo interrumpir el hilo cronológico y volver atrás. Es justo que mencione a mis maestros, ya que empezar a trabajar y dejar los estudios fue todo uno. Tuve la gran suerte de recibir una esmerada educación en las escuelas Pías de Barcelona; como destaqué en los estudios de latín, los compañeros me miraban con respeto, y algunos les gustaba repetir que mi futuro pasaría por el seminario. Yo callaba y aprendía, descubriendo en los casos, las conjugaciones y los intríngulis de la lengua latina un mundo nuevo, que abría puertas insospechadas. Además del latín,  me familiaricé con los rudimentos  de las matemáticas y las ciencias naturales, y así despertó en mi el ansía de conocer e investigar los misterios de la naturaleza.
Los calasancios insistían colmarme de honores académicos, pero yo, huérfano y cargado de responsabilidades, acabé empleado en Casa Baltà, un comercio del Carrer sombrerers. Recomendado por mi tutor y precedido por la buena fama que dejaron mis padres, el patrón  me recibió un poco por lastima, un poco por necesidad, pero pronto se dio cuenta de que mis años en los escolapios no habían sido en vano y me gané su confianza. Nunca olvidaré mi primer salario; llegué a casa feliz y lo celebramos como si de una gran fiesta se tratara.
Así iba creciendo y curtiéndome en el trabajo, la formalidad, la disciplina y la lucha cotidiana. No tenía demasiado tiempo para mí mismo, ni tampoco aspiraba a nada que no fuera mi promoción profesional: soñaba con tener un comercio propio y medrar económicamente. Pero Dios tenía pensado algo distinto para mí y, casi  sin percibirlo, las grandes preguntas de la vida fueron tocando mí corazón. Como trataba  muy cerca de Santa María del Mar, empecé  a frecuentar dicho templo con regularidad; aprovechaba  cualquier rato libre para acercarme y lanzar al aire un avemaría. La excusa fue el latín: poco a poco se me estaba olvidando esa hermosa lengua y lamentaba que así fuera. Hice el cálculo de que si pasaba por la iglesia varias veces al día, no me faltarían ocasiones para volverla a escuchar y refrescarla. Hoy sonrío al pensar lo ingenuo que era: el Señor  se servía de esta argucia para cruzarse en mi camino e irme atrayendo poco a poco…
Estaba próximo a cumplir 17 años; por fin las cosas empezaban a marchar bien. No me faltaban prendad: además de empleo tenía preparación, buena presencia, proyectos, creatividad y contaba con la total confianza de mi patrón. Sumando el salario, el trabajo de mi hermana y el pequeño patrimonio familiar vivíamos con cierta holgura; el futuro sonreía. Una tarde, al volver del comercio, mi hermana María lanzó una frase que no me esperaba: Ahora que todo va bien, buscarás una mujer, te casarás y cada uno se irá por su lado. Mi respuesta salió de dentro, no sé si la provocó el desconcierto o si el Espíritu me dio palabras cuyo origen no consigo desvelar, pero la rebatí sin vacilar: Te equivocas; me iré sí, pero no para casarme. He decidido hacerme monje.
¡Dicho y hecho! En pocos meses dispuse todo como por arte de magia: me asesoré con un sacerdote conocido, pedí consejo al tutor familiar, arreglé las cosas con mi patrón, visité algunos monasterios vecinos y conocí algunos monjes,  agencié todos los trámites para que mi hermana quedara a cargo de nuestros bienes y –sobre todo- recé, recé y recé como nunca lo había hecho. Los tres monasterios catalanes integrados en la Congragación de Observancia de San Benito de Valladolid (Monserrat, Bages y Guixols) rebosaban de candidatos y en Monserrat me dijeron que, al otro lado de España, en Galicia, había menos aspirantes: por eso mis pasos se encaminaron hacia Santiago de Compostela, a la abadía de san Martin Pinario, al lado de la gran catedral.
Todavía me pregunto de dónde saqué valor, ánimo y fuerza para emprender este viaje. Al llegar a Compostela, abracé al apóstol, me confesé y oí Misa en la catedral. Acto seguido, encaminé mis pasos hacia el cenobio centenario y llamé a la puerta. Si hay una imagen que nunca se ha borrado de mi memoria es la de mi mano, levantándose para tirar de la cuerda de la campana de la portería de San Martín: mi nueva casa, mejor dicho, el destino de mi vida. Los monjes catalanes me habían hablado con voz solemne y gesto grave del voto benedictino de estabilidad.
Yo miraba aquel zaguán imponente con emoción contenida, pensaba en lo que había detrás y me hacía a la idea de que nunca más saldría de allí: estaba a punto de entrar en un mundo tan desconocido como atrayente. Creo que fue en ese instante cuando tomé la decisión de entregarme a Dios para siempre. Algo me decía que ya nada sería igual, una fuerza me empujaba a dar el paso sin reserva.
He dejado un interrogante sin responder: ¿por qué me hice monje? ¿Por qué abandoné un futuro en el siglo que, a ojos vista, se presentaba prometedor? La respuesta es sencilla y compleja a la vez: Dios me quería para sí y me lo fue diciendo de mil maneras. Las circunstancias y el ambiente ayudaron a tomar una decisión que contenía todo un proyecto vocacional y vital. Los tiempos recios obligan a dejar de lado toda veleidad; hay que ir a lo esencial y apostar por lo que merece la pena. Ser monje ya no estaba tan bien considerando como antes de la guerra –y no tardé mucho en comprobarlo- pero vivir solo para Dios es lo mejor que  puede hacerse. Si de algo estoy seguro es de que, entregado al servicio divino, he recibido mucho más de lo que nunca imaginé. El Señor me ha enriquecido como ningún otro  tesoro podría hacer.

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